Cuando una persona es diagnosticada con diabetes, una de las primeras preguntas que surge es: “¿Qué puedo comer?”. Durante mucho tiempo, el tratamiento dietético se basó en restricciones rígidas, listas prohibidas y regímenes difíciles de sostener. Sin embargo, la ciencia de la nutrición ha evolucionado, y hoy sabemos que no existe una única dieta para la diabetes, sino múltiples caminos efectivos hacia una alimentación saludable, equilibrada y adaptada al estilo de vida de cada persona.
Uno de los enfoques más utilizados es el conteo de carbohidratos, una estrategia que consiste en identificar y cuantificar la cantidad de carbohidratos que se consumen en cada comida, para así ajustar dosis de insulina (en pacientes tipo 1) o prevenir picos glucémicos (en tipo 2). Este método se basa en que los carbohidratos —presentes en pan, tortillas, frutas, cereales, legumbres y lácteos— son los principales responsables del aumento de glucosa en sangre tras las comidas.
Contar carbohidratos permite mayor flexibilidad en la elección de alimentos, siempre que se mantenga el control de las porciones. En general, se estima que una “porción” equivale a 15 gramos de carbohidratos, lo que representa, por ejemplo, una rebanada de pan integral, una pequeña manzana o media taza de arroz cocido. Con el apoyo de un nutriólogo educador en diabetes, los pacientes aprenden a planear sus comidas diarias, calcular las equivalencias y, en caso de utilizar insulina rápida, ajustar la dosis correspondiente con precisión.
A pesar de su utilidad, el conteo de carbohidratos puede ser complejo y no siempre se adapta a todos los estilos de vida, especialmente cuando hay baja alfabetización nutricional, falta de tiempo o múltiples comorbilidades. Por eso, otra opción que ha ganado amplio respaldo es seguir un patrón dietético saludable ya estructurado, como la dieta mediterránea, reconocida por su evidencia científica sólida en la prevención y el manejo de la diabetes tipo 2.
La dieta mediterránea se basa en el consumo frecuente de vegetales frescos, frutas, legumbres, cereales integrales, pescado, aceite de oliva y frutos secos, con un consumo moderado de productos lácteos y vino tinto (en personas sin contraindicación), y un bajo consumo de carnes rojas y alimentos procesados. Su perfil nutricional bajo en azúcares simples, con grasas saludables y alto contenido de fibra, la convierte en un patrón cardioprotector y antiinflamatorio.
Estudios como el PREDIMED (Prevención con Dieta Mediterránea), desarrollado en España, demostraron que este enfoque alimenticio reduce significativamente el riesgo de desarrollar diabetes tipo 2 en personas con predisposición genética o síndrome metabólico, y también mejora el control glucémico en quienes ya viven con la enfermedad. Además, está asociado con una menor incidencia de infartos, accidente cerebrovascular, deterioro cognitivo y ciertos tipos de cáncer.
La clave, en ambos enfoques, es la personalización. Lo más importante no es si el paciente sigue una dieta baja en carbohidratos, mediterránea, vegetariana o basada en conteo, sino que sea sostenible, culturalmente adecuada, equilibrada y compatible con sus objetivos de salud. Ningún plan debe provocar ansiedad, rigidez excesiva o sentimientos de culpa; por el contrario, debe empoderar a la persona para tomar decisiones alimentarias informadas y disfrutar de sus comidas con conciencia.
También es fundamental prestar atención a otros aspectos más allá del contenido nutricional: el horario de las comidas, la composición del plato, la carga glucémica combinada, el orden en que se consumen los alimentos y el impacto del ejercicio en la glucosa postprandial. Comer despacio, iniciar la comida con vegetales, combinar carbohidratos con proteína y fibra, y evitar largos periodos de ayuno sin supervisión son prácticas que pueden mejorar notablemente la respuesta glucémica sin necesidad de medicamentos adicionales.
En resumen, la alimentación en la diabetes no debe vivirse como una condena, sino como una oportunidad para reconectar con hábitos saludables, probar nuevos sabores, entender cómo responde el cuerpo y ejercer un control activo sobre la propia salud. Ya sea que se elija contar carbohidratos o seguir un patrón como la dieta mediterránea, lo importante es que la comida vuelva a ser una aliada —y no una amenaza— en el camino del tratamiento.